Funerales de la verdad, los hechos, las evidencias
Por: Ignacio Ruelas Olvera
Especialmente en temporada electoral los gobiernos de toda ideología política entran en crisis para definir y separar la propaganda y la información. Es el caso que la constitución prohíbe la propaganda gubernamental, en campañas electorales, y en su redacción deja claro lo que no deben hacer los gobernantes. Les es difícil separarse del ego, su ontología sólo la hacen en su aparición en medios de comunicación.
Las ideas y asesorías sobre propaganda les dejan como beneficio, según ellos, la lealtad de las masas al gobernante, al gobierno y a su partido político, se ponen de relieve la manipulación de los conflictos, activan las emociones, los símbolos, sobre todo la violencia en el debate, de suerte que solo sea una voz: la del poder político.
El Estado de Derecho ha dejado de ser una garantía para el pueblo. La ciudadanía tiene claro que la comunicación gubernamental debe informar, rendir cuentas, generar certidumbre en el tratamiento de los problemas y dejar consensos para mediar el conflicto. Cuando el gobierno informa, logra las más sentidas aprobaciones. Empero, cuando va por el camino fácil de la propaganda, solo controla; con eso se conforman.
México ha sido un laboratorio interesante de cambios y transfiguraciones cuyo producto son diseños institucionales de vanguardia, inteligentes, coherentes, que se abrazan al sistema democrático moderno.
Una de las asignaturas pendientes de fondo, es sin duda, el régimen jurídico de la información. Tomemos como eje que una sociedad democrática esencialmente es un grupo informado en un espacio público, también, informado. Son los cimientos del Estado Democrático Constitucional de Derecho. La laguna normativa tiene su explicación, favorece al gobernante mediante el impulso de caos para favorecer intereses creados. Padecemos la ausencia de una real política de comunicación social. Ni atisbo de los tres ejes esenciales que: informe, motive, oriente, de manera coherente.
A faltado la convocatoria a un ejercicio de diseño a tres actores fundamentales: Medios de comunicación, Sociedad Civil (aunque la aborrezca el jefe del Ejecutivo Federal), y desde luego, el Estado. El siglo XXI nos alcanzó en comunicación, es preciso trazar sus metas, sus nuevos formatos, las tecnologías, sus lenguajes, las garantías, la sociedad red que nos reflexiona Castells. Así se detona pluralidad, transparencia, acceso a la información.
El presidente López Obrador tiene la oportunidad de impulsar un régimen jurídico coherente y creativo que asegure acceso a la información y su pluralidad, él y su partido tienen la oportunidad. No olvidemos que la comunicación decreta la cultura, sigo con Castells.
Las masas hoy en calidad de público, diferenciación que se les ha dificultado, pues por vía de la comunicación dejan de ver la realidad, la ven solo centrada en las palabras cuyas uniones son explosiones de comunicación detalladas en narrativas que transforman la cultura, que no es otra cosa que un proceso de comunicación a la velocidad de la luz en la que el sistema audiovisual forjó un espíritu renovado de producción, distribución y manipulación de símbolos.
Sustentar el discurso de poder político en la distorsión premeditada de la realidad en un ejercicio comunicacional manipulado de dogmas y conmociones. El debate nacional debe tener orden, los Partidos Políticos son Entidades de Interés Público, los partidos con fondos de la hacienda pública tienen la obligación constitucional y legal de orientar con cordialidad, con argumentos fundados y motivados de problemas colectivos.
A nada nos lleva debatir decisiones relevantes de política pública de manera simulada y violenta, se puede disentir y con ello se puede fortalecer las decisiones nacionales; es peligroso para la salud de la República que la comunicación en doxas, en aportaciones de narrativas políticas minoritarias sean ignoradas y hasta inhabilitadas por provenir de contrarios ideológicamente al poder público.
Burlarse de los “expertos” es una cancelación del debate y el impulso de la “posverdad. La verdad ya no importa. Distinguir lo verdadero y lo falso es un ejercicio intelectual que nos lleva por las avenidas de la ignorancia a la duda razonada, en la “posverdad” esa distinción resulta irrelevante.
Se cancela la fuerza de la razón y la evidencia, se deteriora la justicia. Ahora el imperio lo tienen las emociones, el placer…, últimas travesuras de la posmodernidad. El discurso populista se sustenta en creencias personales mostradas como irrefutables frente a la lógica o la aplicación del Derecho. El peligro grave son nuevos y deficientes formatos de relación con la opinión pública. La credibilidad de los medios de comunicación se enferma de un cáncer producido por “doxas” muy personales. La evidencia ha perdido su lugar en el mundo de la vida, las narrativas de las emociones que impulsan odios, rencores, desafectos, se entronizan, relato clave que le gana el debate a los hechos.
“La neta” no puede ser solo lo que convenga a ideologías personales y de gobiernos.